miércoles, 25 de abril de 2012

Par de poemas (dizque)


SONETO A MI BANDERA

Alzóse valiente, la flama roja,
brotando en agua, del suelo al cielo.
Miren allá, a ella; sola se forja,
sólita ondea, solita al cielo.

Persiguiendo vientos, siempre espera,
donde flamea, roja roja mi bandera.
Serena angustias, entierra las armas.
revive leyendas, ondea batallas.

Hubo alguna vez de ser apresada
Como un ave de pedreros, sosegada
encandilada, enclaustrada y asesinada...

...traspasada, y finalmente, olvidada…
Corretea al viento, y dime ¿podrás tú,
con una red, traer a la vida encarcelada?


GLOSA AL RÍO ARGENTIS

Caer desde Auftorem al lago Quidceo,
Y soñar con el cielo y oler los dulzores
de hacerle a la vida ningún abucheo,
y de vivir subiendo, sin saber a dónde subes.

Llega por el río la sangre de mi pueblo,
con fríos destellos, cristales del suelo,
ensueños de bosque, torrentes que veo
caer desde Auftorem al lago Quidceo.

Serpentea el río, saludando al puente,
deseando tener sed y piernas y sienes,
y aspirar la brisa de una tarde caliente,
y soñar con el cielo y oler los dulzores.   

Pero tú eres el río, solo llevas la sangre,
Si yo fuera un ave, seguro y aleteo;
pero como soy hombre, no tengo hambre
de hacerle a la vida ningún abucheo.

Porque de eso tratan tus verdes cauces
Y todos mis cauces, de lo mío.
Solo trata de extenderte con bravío,
 y de vivir subiendo, sin saber a dónde subes. 

jueves, 19 de abril de 2012

Fragmento de la tarde aquella cuando nevó en Peterwall.

Two men at a Table, by Seymour Tubis

Llegamos al Van Delicious. Traía el corazón agitado como la marea en julio. Quería  pensar, necesitaba preparar mis diálogos  porque lo que habláramos en esa cafetería definiría el trato de los días consecutivos. ¿Serían agradables o, más bien, bochornosos? Sentí entonces el revuelo de los menús que se desplegaron ante mis ojos. Había llegado hasta una mesa y estaba bien sentado sobre un asiento de terciopelo  rojo. Matthew estaba frente a mí, leyendo concienzudamente su menú. Y yo ni siquiera me di cuenta haber tomado la mesa. Mi pensamiento estaba en otro lado. No, mi pensamiento estaba en la noche anterior.  
Matthew tosió y carraspeó la garganta como si se dispusiera a decir algo. Sudé frío, me sentí de piedra, sin aliento. En un impulso por comprobar mi estado pellizque mi piel  debajo de la camisa, luego abaniqué el menú para sentir un frescor natural, y no de muerte como el que invadía mi columna. Ahí Matthew me concedió una breve mirada. Quizá notó que algo no andaba del todo bien conmigo, que tenía  un mundo encima de mis hombros, o más bien, ideas opresivas del tamaño del mundo sobrecargándome el cerebro. Sonrió con sus finos y rosados labios, una sonrisa hermosa, si piden mi opinión; luego volvió la atención al menú.
Llamó al mesero.
Al fondo del local, de una puerta  de dos alas, salió un joven finísimo de cara jovial (aunque cansada) con su uniforme a franjas cafés perfectamente planchado. Y de pronto vi en dónde estaba sentado. Hasta ahora caía en cuán lujoso era el local. ¿A dónde me había metido Matthew? ¿Tendría que pagar lo que yo consumiera? Quizá los precios fueran exorbitantes y aún no disponía de salario. Sin duda Van Delicious era un sitio caro. De buenos bolsillos se pagaban la limpieza y el retoque de los pisos de roble. Los meseros no se pagaban con simples propinas, y los hornos consumían combustible natural, sin duda. Además, ¡miren cuantas luces en el techo!, todas circulares alumbraban el techo rosado produciendo una sensación de calidez, a pesar de pasar por días fríos.
Ordenamos. Él pidió una crepa Windsor y un chocolate en leche de cabra, pero... su voz con el mesero sonó diferente, como fría y... y... y un tono que no puedo describir, pero sé que me apené y sentí un poco de lástima por el mesero. A mí no me hubiera gustado que alguien se dirigiera de esa forma a mí persona. Sin embargo, pensé de pronto, creo que Matthew es así, o sea que así ha sido siempre; se dirige a las personas con frialdad, e incluso, desdeño, maldad. No, no, qué estuve pensando en ese momento. ¿Juzgar a una persona por cómo ordena su comida en una cafetería? ¿En serio, Iago? Entonces me burlé de mí, pero ni eso borró el sentimiento de condescendencia para con el mesero, quien me miraba esperando mi orden. Pedí  un helado de fresa. ¡¿Helado?! ¡¿Con ese clima?! Sin duda tenía la cabeza en otra parte; no, tenía la cabeza en la noche anterior. El mesero  y Matthew me miraron con suspicacia, y ternura, tal vez. Quizá  me vieron actuar serio, rígido, como quien nunca ha entrado en tan lujoso lugar a comerse una crepa o un bollo. Y a decir verdad nunca había entrado en un lugar así; comía y cenaba la mayoría de las veces en Cherry Dinner.
Y entonces no se cómo, que, nervioso, torturando mi cuello para evadir las miradas inquisitivas de Matthew y del mesero, que miré a través de la ventana y me quedé como hipnotizado por la hermosura de lo que veía afuera.
Estaba nevando.
El recorte de la ventana causaba que la nieve se dibujara dentro de una pantalla, como un lienzo o un fotograma que se expone en televisión. Los copos blanquísimos, tersos, livianos, caían sin prisa al suelo. Parecía que jugaban en el aire, que disfrutaban su caída lenta hacia la alfombra de nieve esponjosa en el suelo. Ver la nieve y sentir la poderosa fuerza de ese blanco que sólo puede ser recreado en una nevada, me hicieron recordar de dónde venía. En Bluebrücken nevaba con frecuencia en temporadas frías, pero en Peterwall era la primera vez que ocurría un suceso parecido. Poco a poco, los puntos blancos fueron rellenando la calle, los quicios, las estatuas, los postes de luz, los bordes de las ventanas, todo; en un segundo la ciudad se envolvió en un helado velo de novia cuyo albor centelleaba como la luz del sol.
—¿Qué ocurre? —preguntó Matthew notando que mi mente y mirada estaban puestas en otro lugar.
Yo, intentando con todas mis fuerzas no romper el vidrio de aquel recogimiento divino del ver caer la nieve, susurré apenas, señalando el ventanal:
—Mira... la nieve. 

Decisiones al pensar en mi seguridad. Rendición. Adiós a Creación.

Okey, ¿de qué escribiré hoy? Vale, no tengo en realidad ningún tema en especial. La verdad es que ni siquiera sé si este es el medio por el que debería expresar lo que sucede: lo que me sucede, pero como ya saben ustedes —lo he mencionado— cuando escribo me entiendo. Espero que esta vez pase igual y logre, al final, entenderme. Y es que para ser sincero, he intentado entenderme de otras maneras como leyendo, oyendo a Mahler, viendo pasar las cosas, observando los detalles del mundo y teniendo diálogos internos en los que aparecen dos personajes: yo y un contra-yo, que es un Hindemburg que se autocritica, como si fuera una persona totalmente diferente, y que mantiene discusiones en veces, acaloradas. A decir verdad no tengo claro cómo es que hago eso, cómo es que me hablo a mí mismo como si me desenvolviera en alguien más... no sé. Lo único diáfano en mis cavilaciones es que en la mayoría de los casos llego al mismo punto: aunque critique, les dé vueltas a mis ideas y trate de establecer un término medio, siempre acabo sabiendo que por más heterónimo que me quiera imaginar, la última decisión la tomo yo. El yo que está caminando por el mundo de allá afuera.
Bien hizo David el aconsejarme que experimentara lo que desconocía. ¿Y qué se supone que iba a experimentar? Intenté buscarlo, no lo hallé, pues es obvio que no se puede encontrar algo si no se sabe primero qué es lo que se busca. De cualquier modo todo terminó en que las experiencias llegaron solas cuando dejé de perseguirlas con afán.
Todo se derivó de una noche en la que fumé marihuana. Soy sincero, siempre tuve curiosidad de saber qué se sentía fumar marihuana, porqué todos alucinaban (tómelo literal y no tanto) con maría. Imaginaba que sería sentir un cigarrillo multiplicado, no sé, tres veces. Y para empezar, ni siquiera el sabor, ni la forma de fumarlo, se asemejaban al cigarro perfectamente liado de fábrica. Un aroma a pasto quemado, a hierba seca que se consume, a un humo filoso que descamó mi garganta y mis pulmones a la primera y única inhalada... bocanada, más bien, porque aspiré el humo como quien se está ahogando en el mar. Pasaron minutos, no sentí nada más que un broncoespasmo doloroso que aminoró al paso de un rato. Era una fiestecilla de párvulos que se creen mayores: sillas rodeando un fuego, aroma etílico de cerveza y alientos confundidos con la madera quemada; el frío de estar cerca de un bosque en donde la luna no alcanza penetrar su luz. Sentado junto a la que esa misma noche dejaría de ser mi novia, miraba crepitar la lumbre: chispas rebotaban al aire y se iban ligeras al cielo sin apagarse. Un velo oscuro se descorrió por mis ojos y cayó una pesada noche, también ardió una taquicardia en mi pecho, y de sopetón, brilló de nuevo la fogata amplificada. Aterrado por un pulso acelerado (la vaga idea de tener ahí mismo una taquicardia ventricular fulminante) me hizo salir disparado de mi asiento desplegable y andar alrededor de la reunión, intentando disimular mi espanto, hasta que oí a lo lejos los pasos de Alejandro, mi hermano putativo. Le pedí, angustiado, con el rostro descompuesto en horror, que me llevara al hospital. Pero él ya sabía lo que pasaba, y se rehusó a atender mi súplica con un desdeñado “es normal, así pasa, así se siente”. Seguí buscando atención, de mi novia, de mi amiga enfermera, de mi amigo paramédico. “Es normal, así pasa, así se siente”. De pronto caí en la cuenta de que mis acciones estaban siendo actuadas deliberadamente. No pensaba lo que hacía, sólo lo hacía, y entonces lo pensaba y me preguntaba qué había hecho primero. Pensaba lo que pensaba, y pensaba lo que estaba a punto de pensar, para pensarlo, y al hacerlo pensarlo nuevamente —no sé si me entienden. Total, la noche se plagó de episodios en los que estaba totalmente consciente de mi estado, y lo aceptaba con relativa pasividad; y otros en los que dudaba si algún día saldría de ese estado, o me atormentaba imaginándome en el limbo, ya intubado en la sala de choque de algún hospital cercano, con aminas vasopresoras y un pronóstico funesto a corto plazo, ¿estaría soñando, o serían estúpidas especulaciones mías al no poder controlar mi imaginación?, de cualquier modo, mis latidos cardiacos se aceleraban y un pánico helado se apoderaba de mí. Todavía atemorizado, en la transición del terror a la calma relativa, llamé a mi novia y le pedí que termináramos la relación que duró alrededor de siete meses, ¿razón?, creo... que no es justo mantener una relación de efímero contacto, platicas apenas y salidas esporádicas, y un futuro, como la vida, terriblemente incierto. Como me lo supuse, ella lo sintió como una bofetada, como algo repentino, crudo e insensible de mi parte, grosero, quizá. Lloró, sí lo hizo, y eso fue lo que más me dolió. Pero de eso hace ya pocos días más de un mes. Ahora ella sale con el hombre a quien yo hubiera confiado mi total existencia, y del cual, ahora ya no sé qué pensar, ni a qué voz hacer caso.
Y no sé si son sensiblerías mías, pero desde el rompimiento, los amigos que tenía por ella (gracias a ella entré a PC) se mostraron, en primer momento, decepcionados y distantes; hoy sólo se muestran distantes, y eso me parte el alma. Porque, como leo ahora en Lucas de Kevin Brooks, yo puedo ser una persona a la que no le importa lo que las demás personas piensen de mí, pero cuando se trata de una persona (o personas) a las que respetas o amas o admiras (o respetas Y amas Y admiras) la cosa cambia radicalmente. Y sí, me importa lo que mis compañeros de Protección Civil piensen.
Pertenecer a Protección Civil, como voluntario, fue extender el alcance de mis acciones como ciudadano, aprender a ser un eslabón eficiente en el trabajo de conjunto, aceptar que soy un ser con bastas limitaciones, pero también con muchas capacidades que explotar. Pero lo más importante, y razón por la que guardo a Protección Civil en mi alma, es que estuvo allí cuando mi familia me descartó todo su apoyo. Sí, es por eso que verlos distantes me rompe el alma.
 Y así estaba, vulnerable, triste, llorón hasta porque la mosca atravesaba la estancia, cuando me di cuenta de que ya no podía hilar una sola oración de tres partes. De pronto las palabras que escribía no tenían ni pies ni cabeza, ni inicio ni término. Era como si también las letras se hubieran alejado de mí. Lo más preciado que tenía estaba distante, arisco a que lo tomara e hiciera de él el todo. El lenguaje estaba resentido conmigo. ¿Y qué haces cuando, deprimido, ojeroso y sin esperanzas, te das cuenta de que todo lo que más  quieres en el mundo está asiduo en NO ir en tu ayuda? Lo que yo hice fue alejarme de todo y tratar de no pensar en nada más que la Semana Santa se corriera como una canción acelerada. Abrir y cerrar los ojos, y rehilar la existencia monótona. Sin embargo, no pasó así. La semana se hizo eterna, y también la consecutiva. De vacaciones en el hospital, en la escuela, viviendo en una casa en donde se produce el sopor mismo de los días pegajosamente acalorados, todo en lo que me convertí fue en un completo holgazán que leyó, por fechas santas, El Evangelio de Lucas Gavilán de Vicente Leñero, un libro que me es tan especial porque fue el primer ejemplar “para grandes” que leí a la edad de 8 años. Si una novela tan magistral como esa me consintió cuando todavía tenía miedo de bajar al váter por la noche, que no me consintiera ahora hubiera sido ilógico. Ese libro amado fue lo que me mantuvo con vida casi artificial, porque entonces yo no estaba echado en la cama leyendo un libro, sino en la república de México andando tras de los pasos evangélicos de Jesucristo Gómez. Cerraba el libro y entonces podía vivir un poquito más, y tener tiempo para pensar en lo que vendría.
Pensaba en lo que había planeado una semana atrás. Había ido al Instituto a solicitar mi ingreso en la Licenciatura en Enfermería y Obstetricia. Pero, ¿por qué lo había hecho? Simple: descubrí que yo no tenía la madera para ser escritor. Al menos no ahora. Hallé en mi interior, dejando de lado cualquier pensamiento que pudiera contaminar la sinceridad conmigo mismo, que para ser escritor se necesitaba un valor y un coraje y una inteligencia superiores, casi divinos, sobrehumanos. Yo no los poseo. Ni tengo valor ni coraje ni inteligencia aunque mis relativos insistan en que soy un geniecillo. No, no soy ningún geniecillo. Lo sé y lo acepto. Quizá nunca me convierta en escritor, quizá nunca pueda dominar el lenguaje como los grandes literatos. Quizá nunca escriba un texto de calidad, ni mucho menos un texto literario. Un profesor me ha dicho que quizá nunca escribí literatura, pero que en la universidad podría descubrir si sería capaz de hacerlo algún día. Yo creo que no. Mi vida no puede estar delimitada por el azar. Necesito cierta seguridad, cierta... cómo decirlo... cierta certeza de que haré algo bien, porque si no tengo esa certeza, el mundo se me viene abajo, como un cristal que se desgaja ante un golpe de pelota. Por eso decidí que mejor estudiaría la Licenciatura, lo que no significa que vaya a desertar de la literatura eternamente. No, sólo por el momento. No quiero que de la literatura dependan las gravísimas presiones de un patrimonio que anhelo, o que, invariablemente, necesito. Considero que la literatura, la buena literatura, debe ser totalmente libre. Como dice Virginia Woolf (en otro contexto, claro) se necesita un cuarto propio y quinientas libras al año. Yo no tengo lo uno ni lo otro. Y la única forma de lograrlo es teniendo una seguridad, que en mi caso no supone una obligación forzada porque amo también la enfermería. Por ahora todo es cuestión de seguridad. Ya vendrá el tiempo en que podré realizar libremente una buena literatura. Por el momento leeré, leeré cuanto pueda y ejercitaré la pluma... y algún día estaré en forma.